Tecnología y sociedad
Ya es un lugar común afirmar que estamos viviendo un profundo proceso de transformación social, que modifica tanto los modos de producción como las relaciones sociales, la organización política y las pautas culturales. Más allá de todas las discusiones acerca del futuro de la sociedad, donde se suele caer en la dicotomía entre un optimismo ingenuo en la capacidad de progresar hacia la solución de todos los problemas a partir de la potencialidad de las nuevas tecnologías y un pesimismo catastrofista, que augura ya sea el retorno a formas medievales de organización social o, peor aún, la destrucción de gran parte de las formas de vida actualmente conocidas, existe un consenso general en reconocer el papel central que tendrán el conocimiento y la información. Este consenso reconoce que el principal factor productivo del futuro no será ni los recursos naturales , ni el capital, ni la tecnología, sino el conocimiento y la información. Este nuevo papel del conocimiento y de la información en la determinación de la estructura de la sociedad está, obviamente, vinculado a los significativos cambios que se han operado en lo que se ha dado en llamar las nuevas tecnologías de la información. Estas nuevas tecnologías tienen una importante potencialidad de cambio porque permiten acumular enormes cantidades de información, brindan la posibilidad de transmitir dicha información en forma inmediata y permiten superar los límites físicos y espaciales para la comunicación. La utilización de las nuevas tecnologías ha provocado modificaciones en nuestras categorías de tiempo y de espacio y nos ha obligado a redefinir incluso el concepto de realidad, a partir de la posibilidad de construir realidades “virtuales”. Estos cambios abren importantes problemas e interrogantes de orden epistemológico, cuyo análisis está recién comenzando. Estos cambios en el papel del conocimiento en la sociedad no determinan destinos ya prefijados. En definitiva, lo único que parece cierto es que si el conocimiento y la información son los principales factores de producción, esto significa que el acceso a las fuentes de producción y distribución de conocimientos y de informaciones será el centro de las pugnas y de los conflictos sociales del futuro. Algunos de los conflictos actuales ya anticipan este escenario. Así, por ejemplo, las discusiones sobre relaciones comerciales internacionales ya se concentran no tanto en volúmenes de intercambio o en las tasas de impuestos, sino en el problema del copyright. Algunos de los principales debates sociales contemporáneos son debates de problemas cuya explicación y solución exige una significativa densidad de conocimientos e informaciones para su comprensión por parte de los ciudadanos y de los dirigentes políticos: los problemas del medio ambiente, enfermedades como el SIDA o el fenómeno de la llamada “vaca loca”, los ensayos nucleares, etc. En definitiva, la idea sobre la cual quisiera ubicar el análisis de las nuevas tecnologías de la información es que la configuración de la sociedad estará determinada por la forma como socialmente se distribuya el control de las fuentes de producción y de distribución de información y conocimientos.
Algunos análisis provenientes de sectores vinculados directamente a las nuevas tecnologías pregonan la masificación de su utilización como la solución a los principales problemas de la humanidad. El problema es que estos enfoques tecnocráticos ignoran la complejidad de los procesos sociales. Si el conocimiento es crucial, no existe ninguna razón por la cual su distribución se democratice por el solo efecto del desarrollo técnico. La pugna por concentrar su producción y su apropiación será tan intensa como las pugnas que históricamente tuvieron lugar alrededor de la distribución de los recursos naturales, de la riqueza o de la fuerza.
En este sentido, me parece importante colocar como punto de partida de estas reflexiones la hipótesis según la cual la evolución de las tecnologías responde a los requerimientos de las relaciones sociales. Esta hipótesis se contrapone a las versiones extremas de la tecnocracia informática, que sostienen - al contrario- que son las tecnologías las que provocan los cambios en las relaciones sociales. Por supuesto que existe una relación dinámica entre ambos factores, pero el rol activo en estos procesos está en las relaciones sociales, en los seres humanos, y no en sus productos. Así, para tomar un ejemplo histórico, no fue la imprenta la que determinó la democratización de la lectura, sino la necesidad social de democratizar la cultura lo que explica la invención de la imprenta. Lo mismo puede sostenerse con respecto a los medios de comunicación de masas, particularmente de la televisión. No son ellos los que han inventado la cultura de los ídolos y de las celebridades, que hoy predomina en nuestra sociedad, sino, a la inversa, es la cultura de la celebridad y el espectáculo la que explica el surgimiento y la expansión de los medios masivos de comunicación. Desde este punto de vista, me parece posible sostener que en la evolución reciente de las tecnologías de la información encontramos respuestas a la tensión que existe entre dos aspectos básicos de la evolución de nuestra sociedad: el creciente individualismo y los requerimientos de integración social. Esta tensión entre individualismo e integración explica buena parte de las transformaciones tecnológicas, que tienden a una utilización cada vez más personalizada de los instrumentos y, al mismo tiempo, a un uso más interactivo.
Antes de proseguir este análisis, quisiera aclarar otro punto importante: cuando hablamos de nuevas tecnologías de la comunicación no nos estamos refiriendo a un solo tipo de tecnología. En estos momentos disponemos de, al menos, tres tipos diferentes, cada vez más articulados entre sí, pero que utilizan procesos y establecen relaciones muy distintas entre los contenidos y los usuarios. Estas tecnologías son la televisión, el ordenador y el teléfono. Trataré, en el transcurso de la exposición de referirme a cada una de ellas, particularmente a las dos primeras.
Para facilitar el análisis y la discusión sobre estos temas y, en particular, sobre las relaciones entre educación y tecnologías de la información, me parece importante distinguir dos dimensiones distintas, pero íntimamente vinculadas: el papel de las tecnologías de la información en el proceso de socialización - es decir, el proceso por el cual una persona se convierte en miembro de una sociedad- y en el proceso de aprendizaje - es decir, en el proceso por el cual la persona incorpora conocimientos e informaciones. Es interesante constatar que los juicios que se emiten habitualmente sobre estas dos dimensiones de la relación entre tecnologías y educación suelen ser opuestos. Mientras desde el punto de vista de la socialización, las nuevas tecnologías - particularmente la televisión- son satanizadas y percibidas como una amenaza a la democracia y a la formación de las nuevas generaciones, desde el punto de vista del proceso de aprendizaje son percibidas utópicamente como la solución a todos los problemas de calidad y cobertura de la educación. Estas visiones, aparentemente opuestas, se apoyan en un supuesto común, según el cual el papel activo en los procesos de aprendizaje y de socialización lo juegan los agentes externos, en este caso las tecnologías de la información y sus mensajes, y no en los marcos de referencias de los sujetos, a partir de los cuales se procesan los mensajes transmitidos a través de las tecnologías.
Televisión y proceso de socialización.
En el análisis de las relaciones entre televisión y proceso de socialización es necesario superar el enfoque más comúnmente aceptado, según el cual la televisión es responsable de las desviaciones morales de los niños y jóvenes por el contenido de los programas que transmite, donde predomina la violencia, el consumismo, la difusión de valores individualistas y las pautas culturales propias de la sociedad americana, que concentra gran parte de la producción de programas de televisión.
Estas denuncias sobre el papel de la televisión en el proceso de socialización de las nuevas generaciones seducen por su simplicidad. Sin embargo, el problema no es tan simple. No pretendo, de ninguna manera, subestimar la importancia de la influencia del contenido de los mensajes televisivos sobre las conductas de las personas, particularmente de los niños y jóvenes. Pero es importante reconocer que los problemas de violencia, de pasividad ciudadana o de pasividad personal, no pueden explicarse sólo ni principalmente por la influencia de la televisión. A manera de ejemplos muy evidentes, no hay más que recordar que los fenómenos de xenofobia y de intolerancia cultural que tienen lugar actualmente en Africa, en la ex Yugoslavia o en Argelia, no parecen estar asociados a una exposición muy significativa de la población a la televisión. En el mismo sentido, la fragilidad de la democracia o la existencia de regímenes autoritarios no pueden ser explicados sólo ni principalmente por la utilización masiva de la televisión como medio de comunicación.
Pero más allá del análisis de los fenómenos de violencia o de autoritarismo, el principal problema que plantean las hipótesis que colocan la cuestión de los contenidos de los mensajes en el centro del problema es que reducen el debate a una cuestión de control y de regulación de las emisiones. La experiencia histórica, sin embargo, nos ha mostrado que controlar nunca ha sido la solución de largo plazo para las estrategias de socialización y, además, suele provocar por lo menos otros dos efectos no deseados ni deseables, por lo menos desde una perspectiva democrática: el primero es que evita, o reduce, el esfuerzo real de preguntarse porqué este tipo de programas consigue atraer tanta audiencia; y el segundo, no menos grave, es que abre la puerta a tentaciones represivas difíciles de controlar una vez que se instalan en el poder.
Los enfoques más complejos sobre el papel de la televisión en el proceso de socialización permiten - en cambio- focalizar la atención sobre el vínculo que se establece entre el sujeto y el mensaje socializador, y sobre la forma que se utiliza para transmitir dicho mensaje. La crítica que surge de este enfoque más complejo sobre el papel de la televisión no es menos fuerte que la que provoca el análisis de los contenidos y tiene, además, la ventaja de permitirnos la elaboración de estrategias más adecuadas desde el punto de vista de los problemas que queremos resolver.
En el vínculo que establece la televisión - particularmente la televisión tradicional- la creatividad y la inteligencia están en el emisor, mientras que el espectador queda reducido a un rol predominantemente pasivo. Con respecto a la forma, la televisión se apoya en la imagen, que -al contrario de la lectura, que se basa en la racionalidad y la reflexión- moviliza particularmente las emociones, los sentimientos y la afectividad. Los cambios en la información política, por ejemplo, son uno de los aspectos donde se puede apreciar más claramente esta diferencia. El uso intensivo de la televisión en la formación de opiniones políticas ha reforzado las estrategias basadas en respuestas intuitivas y emocionales en lugar de respuestas basadas en la evaluación intelectual de las propuestas o los programas. En el nivel económico y comercial, también se aprecian fenómenos similares. La publicidad, en última instancia, implica introducir un comportamiento no racional en la economía, donde el consumidor ya no toma sus decisiones en función del análisis de las ventajas comparativas de cada producto, sino de las emociones que suscita la propaganda basada en la imagen. Vincular los comportamientos políticos o económicos fundamentalmente a emociones, afectos y sentimientos, a través de la imagen, implica -como lo han sostenido diversos autores- un riesgo profundo para la democracia. Karl Popper, por ejemplo, ha utilizado una metáfora plena de sugerencias. Según Popper, la televisión ...”ha reemplazado la voz de Dios”. La televisión habría retomado, según este enfoque, la función de los sacerdotes en las sociedades tradicionales: crear permanentemente ídolos y divinidades a través de las telenovelas y los espectáculos. Otros analistas de los medios de comunicación, como Regis Debray, por ejemplo, han definido a la televisión como una tecnología de “hacer creer”, que responde más a la lógica de la seducción que a la lógica de la razón3 en la cual se apoyan las tecnologías de la lectura y la escritura.
Analizado desde esta perspectiva, el problema de la televisión como agente de socialización no se resuelve solamente con el cambio de contenido de los programas, con el aumento de la diversidad en la oferta o con la creación de canales educativos y culturales. Si el problema radica en la forma utilizada para la transmisión de mensajes y en el vínculo que se establece entre el emisor, el contenido y el receptor, la multiplicación de canales y de la diversidad de la oferta solamente aumentará las posibilidades de someterse a dicho vínculo, donde la inteligencia, como vimos, está concentrada en el emisor y donde la operación intelectual es la redundancia.
Ahora bien, ¿por qué nuestra sociedad otorga tanta importancia a esta forma de comunicación?. Dicho de manera más simple y directa: ¿por qué la televisión tiene tanta influencia?. Responder a esta pregunta en forma exhaustiva es imposible. Pero creo que la explicación del impacto de la televisión en el proceso de socialización debe ser colocada en el marco más general de los cambios producidos en el rol de las distintas agencias de socialización, particularmente de la familia. No es éste el lugar ni el momento para un análisis profundo de este problema, pero me parece importante recordar que uno de los fenómenos más importantes de la cultura y la sociedad occidental contemporánea, es que los contenidos y las formas de lo que los sociólogos llaman la socialización primaria se han modificado profundamente y ya no se transmiten con la fuerza afectiva con la que se lo hacía en el pasado.
En primer lugar, esa socialización se produce en el seno de la familia y la familia ha cambiado significativamente su composición y sus modalidades de funcionamiento. Se ha reducido su tamaño, la mujer se ha incorporado al mercado de trabajo, los hijos ingresan desde muy temprano a otras instituciones y pasan mucho más tiempo que antes en compañía de otros adultos diferentes a sus padres o en contacto con la televisión, sin el apoyo o la guía de los adultos. Además, el vínculo matrimonial ha perdido su carácter incondicional y la composición de la pareja puede cambiar una o más veces durante el período de niñez. En síntesis, el rol de la familia en la transmisión cultural básica ha cambiado, algunas de sus funciones se han trasladado a instituciones secundarias, o son asumidas sin demasiada conciencia o responsabilidad por los medios de comunicación. Este cambio está asociado a diversos fenómenos. Uno de ellos es que la socialización secundaria - es decir, la que se efectúa después de la acción de la familia- comienza a asumir algunas de las características de la socialización familiar como, por ejemplo, cargarse de afectividad. Desde este punto de vista, la televisión tiende a reproducir los mecanismos de socialización primaria utilizados por la familia y por la Iglesia: socializa a través de gestos, de climas afectivos, de tonalidades de voz y promueve creencias, emociones y adhesiones totales.
En la tradición intelectual de Occidente y, más particularmente, en los procesos de formación del ciudadano y de socialización para la vida pública (que comienza precisamente en la escuela), la imagen siempre ha sido subvalorizada en relación al texto escrito. Nuestra cultura supone el dominio del código de la lectura y la escritura, y hemos aprendido a ser capaces de identificar y defendernos de las manipulaciones posibles en el uso de estos códigos: una buena educación en el manejo de la lectura y la escritura nos permite advertir contradicciones en los argumentos, matices y dobles sentidos. Pero una socialización masivamente apoyada en la imagen significa, en cambio, que debemos aprender (y, por lo tanto, enseñar) a defendernos de la manipulación de la imagen. Esta es la razón por la cual se ha desarrollado en los últimos años un movimiento pedagógico muy importante, preocupado por desarrollar metodologías destinadas a enseñar a usar los medios para evitar ser manipulados por la imagen. Este movimiento se apoya en la idea de formar desde la infancia para el uso crítico de los medios de comunicación.
Para los educadores involucrados en estas experiencias, la mejor manera de formar para el uso crítico de los medios consiste en enseñar cómo se produce un diario, un programa de radio o de televisión. La hipótesis que inspira estas experiencias consiste en sostener que el conocimiento de los mecanismos de producción de estos medios implica adquirir los elementos para defenderse de la manipulación. Estas innovaciones - tales como los programas del diario en la escuela o la radio en la escuela- son, sin duda alguna, muy importantes. Sin embargo, no deberían alejarnos del centro del problema, que pasa por formar los marcos de referencia con los cuales cada persona procesa los mensajes que recibe.
Las nuevas tecnologías de la comunicación nos ponen ante una enorme cantidad de mensajes y de opciones. Aun en el caso de la televisión, donde el espectador juega un rol predominantemente pasivo, debemos, sin embargo, desarrollar una serie de actividades: elegir, decodificar mensajes, aceptar o rechazar sus contenidos, etc. En definitiva, aun en los casos donde la actividad dominante está del lado de la oferta, existen actividades de elección que dependen básicamente de los marcos de referencia del espectador. Dichos marcos de referencia son tanto culturales como cognitivos. Desde el punto de vista cultural, el receptor de mensajes realiza una serie de operaciones de identificación, de reconocimiento, de diferenciación, de adhesión o de rechazo, que suponen la existencia de un núcleo cultural básico, a partir del cual se seleccionan y procesan los contenidos de dichos mensajes. Desde el punto de vista cognitivo sucede algo similar: la recepción provoca procesos de comparación, asociación, transferencia, etc. que dependen del desarrollo intelectual del espectador. Cuando este núcleo cultural y cognitivo no está constituido o lo está muy debilmente, los riesgos de alienación y de dependencia aumentan considerablemente ya que los medios de comunicación, particularmente la televisión, no han sido concebidos para formar este núcleo. La oferta de los medios de comunicación supone que los espectadores ya tienen las categorías y las capacidades de observación, de clasificación, de comparación, etc., necesarias para procesar e interpretar el enorme caudal de datos que ellos ponen a nuestra disposición.
La formación de este núcleo cultural y cognitivo básico ha sido hasta ahora responsabilidad de la familia y la escuela. La pregunta que cabe formularse es si ya estaríamos ante una situación en la cual es necesario que los medios de comunicación asuman explícitamente -es decir, sean objeto de una política definida por la sociedad- la función de formar el núcleo básico de la socialización. Dicho en otros términos, habría que definir un pacto entre la familia, la escuela y los medios de comunicación con respecto a las funciones y responsabilidades de cada uno en el proceso de formación de las nuevas generaciones. Colocar la discusión en la relación, en los vínculos entre familia, escuela y tecnologías, permite salir de los falsos dilemas en los cuales se cae cuando se analiza el problema desde uno solo de los actores del proceso de socialización. Gran parte de los fenómenos actuales de déficits en el proceso de socialización, de debilidad en la construcción de los marcos de referencia cognitivos y culturales, se debe a tensiones no resueltas en la relación entre las diferentes agencias de socialización. No sería realista ni fértil definir una estrategia apoyada en uno solo de los términos de este problema. De allí que en cierta medida, el cambio en el papel de la televisión en el proceso de socialización de las nuevas generaciones dependa del cambio en la familia y en la escuela, más que del cambio en la propia televisión. Mejorar significativamente la enseñanza de la lectura y la escritura, asumir desde la familia y la escuela la formación del núcleo básico de la personalidad, promover una educación basada en el desarrollo de la inteligencia a través de la experimentación, el trabajo en equipo, la creatividad, etc., son algunos de los aspectos sobre los cuales puede edificarse una estrategia educativa destinada a mejorar el papel de la televisión. Se trata, desde este punto de vista, de mejorar la calidad de la demanda y la capacidad para procesar los mensajes que transmiten los medios.
En segundo lugar, la idea del pacto tiende a colocar a la televisión en un lugar limitado dentro del conjunto de políticas de socialización. Al respecto, deseo insistir en que una estrategia para limitar el lugar de la televisión en el proceso de socialización no pasa sólo por controlar o por establecer otros tipos de medidas represivas. Más que una estrategia reactiva necesitamos una estrategia proactiva destinada a reforzar las acciones comunicativas a través de la lectura y la escritura y a reforzar los vínculos y las relaciones sociales. En esta estrategia proactiva, sin embargo, será preciso apoyarse en las propias tecnologías de la comunicación. Dichas tecnologías, como vimos, no se reducen a la televisión. Los otros dos instrumentos tecnológicos actualmente disponibles -el ordenador y el teléfono- movilizan aspectos muy diferentes a los de la televisión y se basan en la lectura, la escritura y el diálogo. No se trata, en consecuencia, de caer en el falso dilema donde lo moderno aparece unidimensionalmente asociado a la imagen y lo tradicional a la lectura y al diálogo.
Informática y educación.
El ordenador y el teléfono, a diferencia de la televisión, no se apoyan en la imagen ni movilizan prioritariamente la afectividad. Los estudios al respecto coinciden en señalar que la particularidad del ordenador es que la inteligencia está distribuida de manera inversa a la del televisor. Mientras en la televisión la inteligencia y la actividad están principalmente localizadas en el centro y en el emisor y los terminales son relativamente pasivos, en el ordenador, la inteligencia está en los terminales y el centro, en cambio, es pasivo. La diversidad de operaciones que pueden ser realizadas por los terminales está regulada, sin embargo, por los programas disponibles (software). Esta significativa determinación de las actividades en función de los programas abre la discusión de uno de los aspectos más importantes del diseño de las actividades educativas futuras: el control de la concepción y difusión de programas.
El teléfono y sus aplicaciones se distingue, a su vez, de las otras dos tecnologías en el sentido que su utilización está destinada a asegurar la circulación de la información, sin implicar ninguna concentración de inteligencia ni en el centro ni en los terminales. Su condición, en cambio, pasa por evitar todo tipo de interferencia y de restricciones a la transmisión de mensajes.
Las consecuencias educativas del desarrollo de la informática y de su utilización es objeto actualmente de un intenso debate que incluye diferentes dimensiones. Al respecto, y a pesar de la intensa pasión que ponen tanto los militantes del uso de las nuevas tecnologías como sus oponentes, el estado actual del debate no permite formular conclusiones categóricas. La verdad es que tanto las hipótesis catastrofistas como las ilusiones tecnocráticas se han visto desmentidas por la realidad4 La historia de la educación muestra, en todo caso, que estas capacidades pueden desarrollarse a través de tecnologías menos costosas y menos sofisticadas. En lo esencial, no hay dudas que la utilización de estas tecnologías puede convertirse en un instrumento muy importante en el proceso de aprendizaje. Además, su presencia ya es un hecho en múltiples aspectos de la vida social y no habría razones para que no lo sean en la educación. El problema central, sin embargo, es que la educación debe formar las capacidades que supone un comportamiento inteligente: observación, comparación, clasificación, etc. Desde esta perspectiva, el uso de las tecnologías no es un fin en sí mismo sino una función del desarrollo cognitivo. Como lo demuestran muchos ejemplos actuales, el uso de las nuevas tecnologías en el proceso de aprendizaje puede estar al servicio de las funciones pedagógicas tradicionales, sin implicar ninguna modernización ni cambio por parte de los diferentes actores. Si las tecnologías son utilizadas simplemente para transmitir información ya totalmente elaborada y demandar respuestas repetitivas por parte de los alumnos, las tecnologías reforzarán aún más los estilos tradicionales de relaciones con el conocimiento.
La experiencia demuestra que la tecnología no implica necesariamente el desarrollo de las innovaciones cognitivas. El ejemplo de California es ilustrativo. Un estudio efectuado sobre 400 escuelas y citado por Goery Delacôte en su reciente libro sobre los nuevos métodos de acceso al conocimiento mostró que las escuelas dotadas de computadoras y de una red local no necesariamente operaban en forma innovativa. Un porcentaje importante (2/3) no distribuían jamás las informaciones recolectadas en el exterior. La red era utilizada fundamentalmente para distribuir instrucciones a los terminales y para recolectar los resultados de los ejercicios hechos por los alumnos sentados delante de sus terminales, para la evaluación. Las actividades de investigación y de acceso a la información para resolver un problema, presentar una pregunta, buscar una explicación, acceder a nuevos datos, etc. no eran nunca aseguradas. Este ejemplo muestra cómo una función tecnológica correcta, la red local, puesta al servicio de una función pedagógica tradicional, brindar información, tiende a reforzar aún más el enfoque tradicional. Además, en estos casos también se aprecia que la red local queda confinada en una sola sala de clase, el laboratorio, que la instrucción continúa organizada por disciplinas y los horarios tampoco se modifican. En síntesis, el ordenador es utilizado para enseñar más que para aprender. Este ejemplo muestra, desde otra perspectiva, que el problema no son los instrumentos sino su utilización por parte de los actores sociales. Los cambios en los estilos pedagógicos no dependen exclusivamente de los cambios tecnológicos. Creer lo contrario sería pensar que la falta de aplicación de los métodos activos de enseñanza, proclamados desde hace ya más de medio siglo, se explica por causas técnicas y no por factores sociales, políticos e institucionales que las nuevas tecnologías no modifican por sí solas.
Pero además de su utilización como auxiliar del aprendizaje, la existencia de las nuevas tecnologías plantea un problema nuevo: la acumulación de conocimientos socialmente significativos en los circuitos dominados por ellas. Todo lo que no exista y no circule por esos circuitos tendrá una existencia precaria, como la tuvieron todas las informaciones y saberes que no fueron incorporados al libro o al documento escrito a partir de la expansión de la imprenta.
Es este fenómeno, más que las potencialidades de las nuevas tecnologías desde el punto de vista puramente cognitivo, lo que determina la necesidad de incorporar adecuadamente la dimensión tecnológica en las políticas educativas democráticas. No hacerlo puede condenar a la marginalidad a todos los que queden fuera del dominio de los códigos que permitan manejar estos instrumentos.
En segundo lugar y en relación directa con el problema del acceso a las tecnologías, se plantea el problema de los costos de esta operación. Este problema no es banal ya que no se trata sólo del costo inicial sino del costo posterior a la incorporación de las tecnologías (mantenimiento, actualización constante de los equipos y del software, etc.). La incorporación masiva de las nuevas tecnologías a la educación convierten en un problema general lo que hasta ahora había sido un problema casi exclusivo de la enseñanza técnica y profesional. Una educación general de buena calidad ya no podrá ser de bajo costo en el sentido que sólo requeriría una sala, mesas y un profesor que dicte su clase. La pugna por los recursos y por quien debe asumir los costos de la educación general será cada vez más intensa y no hay razones para suponer que sin una presión constante por parte de los sectores populares, la distribución de las nuevas tecnologías asumirá un carácter democrático.
En tercer lugar, las nuevas tecnologías abren nuevas direcciones al problema de las relaciones sociales, la comunicación y, en última instancia, al vínculo entre individuo y sociedad. Una de las características comunes a todas estas tecnologías es que suponen un trabajo individual y que establecen mediaciones en las relaciones entre las personas, a través de pantallas, tarjetas u otros instrumentos. Alrededor de este tema se han elaborado las versiones más extremas acerca de las consecuencias sociales de las nuevas tecnologías que van desde la utopía de todos relacionados con todos, suprimiendo fronteras geográficas, distancias físicas, limitaciones horarias y mediaciones burocráticas o políticas, hasta la imagen orweliana de una sociedad de individuos atomizados, sometidos a un control total por parte de aparatos capaces de conocer todos los detalles de nuestra vida.
Frente a la hipótesis según la cual estos instrumentos son “máquinas relacionales” que permiten poner en contacto a una cada vez mayor cantidad de personas, también existe la hipótesis alternativa según la cual para comprender adecuadamente el uso de estos aparatos sería necesario invertir sus funciones aparentes y percibirlos más que como instrumentos que facilitan las relaciones, como filtros que sirven para protegernos de los otros y de la realidad exterior.
Ambas posibilidades existen y lo más riesgoso sería atribuir una u otra consecuencia a la tecnología en sí misma. Una postura no-tecnocrática frente a este problema supone identificar las demandas sociales capaces de estimular el desarrollo de las tecnologías en función del reforzamiento de los vínculos sociales y no de su ruptura. En este sentido, la introducción de nuevas tecnologías supone liberar el tiempo hoy ocupado en tareas rutinarias y las barreras espaciales o técnicas de comunicación que empobrecen el desarrollo personal. Las tecnologías contribuyen, en este sentido, a aumentar significativamente nuestro acceso a la información. Pero todos los análisis al respecto indican que así como la información por sí sola no implica conocimiento, la mera existencia de comunicación no implica la existencia de una comunidad. Las tecnologías nos brindan información y permiten la comunicación, condiciones necesarias del conocimiento y de la comunidad. Pero la construcción del conocimiento y de la comunidad es tarea de las personas, no de los aparatos. Es aquí donde se ubica, precisamente, el papel de las nuevas tecnologías en educación. Su uso debería liberar el tiempo que ahora es utilizado para transmitir o comunicar información, y permitir que sea dedicado a construir conocimientos y vínculos sociales y personales más profundos.
Desde el punto de vista específicamente educativo, este problema plantea al menos dos grandes áreas de debate y de acción. La primera de ellas se refiere a la forma como se relacionan las escuelas entre sí. El desarrollo de estas nuevas tecnologías ha permitido expandir las posibilidades de vincular a la escuela en forma de redes. La red, a diferencia de los sistemas jerárquicos tradicionales, puede ser movilizada en función de las iniciativas de cada uno de los participantes y no sólo de la cúpula de la organización. En el caso de las instituciones educativas, el desafío consiste en incorporar el dinamismo democrático de la red desde el punto de vista de los vínculos entre instituciones, sin perder la función de cohesión social, de respuesta a los intereses generales, que cumple la organización educativa basada en el concepto de sistema.
El segundo aspecto a considerar en esta discusión es el que se refiere al rol del docente. El tiempo liberado por el uso de los instrumentos tecnológicos en la función de transmitir información debe ser utilizado en las tareas de aprendizaje. Este cambio implica una modificación muy importante en la función docente, que ha sido definida -paradójicamente- como un retorno al concepto de maestro en el sentido medieval. El maestro es ahora la persona que transmite al alumno el oficio de aprender. Para ello, su tarea fundamental es guiar al alumno a través de la explicitación de las operaciones que se realizan en el proceso de aprendizaje. En definitiva, como lo señala el reciente informe de la Comisión Internacional de Educación para el siglo XXI, uno de los objetivos básicos de la educación del futuro es aprender a aprender, ya que en un mundo donde la información y los conocimientos evolucionan rápidamente, estaremos obligados a educarnos a lo largo de toda la vida. Preparar a los docentes para esta tarea es, en consecuencia, uno de los ejes fundamentales de las políticas educativas actuales.
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